Sabia naturaleza.
Algo te hiere, ella hace que olvides. Por tu bien.
Si una hoja afilada atraviesa la barrera de tu piel y lacera tu carne, un regimiento de centinelas gritarán. Se retorcerá tu cuerpo, apretarás los dientes. Los nervios llevarán por doquier esa sensación de dolor que dificulte cualquier otro propósito. Quisieras apagar tu llama por unos instantes, desaparecer, volatilizarte, desprenderte de esa armazón que es presa del sufrimiento.
Pero no. Si la herida no es suficientemente grave, los nervios se agotarán, los centinelas bajarán la guardia y los decibelios se reducirán para que puedas volver a escuchar a tu alrededor los mismos sonidos de siempre. Volverá la normalidad (inexistente como tal, pero sugerida por la mente), regresarás al mundo tal y como lo conocías y, aunque herido y condecorado de cicatrices, no sabrás que llevas la pena contigo, adherida pero invisible de tan amortiguada.
Sabia naturaleza.
Y si experimentaras dicha incontenible, también la mitigará para que puedas seguir con tu vida común, sin mayores sobresaltos. Cuando sientas que tu rostro y tu pecho están a punto de reventar por una alegría fuera de control, inyectado ese inocuo veneno por una caricia intangible, sabe que también la gloria será pasajera, no se instalará en ti para siempre, te abandonará la corona.
Sic transit gloria mundi.

Equilibrio. En la naturaleza todo parece tender al sencillo equilibrio. Las montañas se erosionan, los valles se rellenan. Su superficie termina siendo una vasta llanura. La llanura por la que discurre tu camino.
Sabia naturaleza.

Semáforo rojo.
El vehículo se va deteniendo y queda emparejado con otro, lado a lado, tras la línea blanca que delimita la intersección, igual que dos navíos que decidieran abordarse. Pero en lugar de cañonazos, se cruzan miradas.
Desde la ventanilla trasera contemplo a la mujer que, como en un espejo, aparece tras la ventanilla trasera del automóvil detenido a la izquierda. Ella me devuelve una mirada, pero es una mirada distinta a otras.
No escudriña la corteza, no escanea lo evidente, no es un repaso superficial.
Y frente a la frialdad de lo inmediato, esa mirada detiene el tiempo, se espacia en el instante para adentrarse bajo la piel y hacerse sentir cálida en el interior. Es una sonrisa con los ojos, un regalo inesperado entre el bullicio de la ciudad.
Semáforo verde.
Los motores se revolucionan de nuevo, preparándose para retomar la marcha por las calles. Ya nunca más volveré a ver a la mujer. Se perderá entre la muchedumbre de este hormiguero para siempre. Y, aun sabiendo que su recuerdo perdurará a lo largo de lo que resta de jornada como una fragancia suave, voy a cometer la estupidez de dejarla marchar sin hacer nada. Como siempre.

No. Esta vez no.

– Por favor, taxista: siga al taxi que está girando hacia esa calle…

Contemplo a los ancianos por la calle, caminando, sentados en un banco, esperando turno en cualquier ventanilla, en el mercado… y aprecio en sus rostros un gesto de seriedad natural. Quizás es que la incansable fuerza de la gravedad haya querido esculpir una mueca severa entre las arrugas del tiempo, quizás es porque sus semblantes desapuntalados encuentran descanso en esa áspera expresión que no les exige esfuerzo. ¿Es la seriedad a lo que estamos abocados en los años postreros de la vida? No lo sé.

Sin embargo, cuando una sonrisa emerge entre surcos que ya no conocen de formalismos ni de diplomacias, en medio de grietas que no se van a tomar el esfuerzo de fingir sentimientos que no existen, en ese momento sabes que el regocijo es auténtico. Y no encuentro nada más auténtico que cuando reflejan los destellos de júbilo de sus nietos. Ese centelleo es el testigo que se pasa la vida en su interminable carrera de relevos.

Conversan las aves acerca de sus cosas de aves, mientras las acuna un magma salado.
Parsimoniosamente cae la tarde.

Y un sol fatigado de tanto refulgir se va deshaciendo en un último reguero de chispas sobre el mar.

Con los libros de papel se pueden tener experiencias que serían imposibles con los de soporte cibernético. Me siento algo ridículo contándolo, pero cada vez que tengo entre mis manos un libro que estoy disfrutando grandemente, por instinto sello mi relación con él olfateándolo. No quiero decir que lo olfatee como si yo fuera un sabueso y el libro me fuera a aportar alguna pista, sino que acerco mi cara a las páginas y aspiro su aroma sosegadamente, como si quisiera grabar su huella en mi cerebro de una manera más sensorial que intelectual. Me agrada oler el papel, las tintas, las encuadernaciones, las briznas atrapadas en la rugosidad de los libros que me gustan. Y creo que, inconscientemente, esa experiencia olfativa perdura todo el tiempo en que el libro me acompaña.

Me despierto. Aparto las sábanas y me levanto. Voy a la cocina a beber algo de agua. Como cada mañana, ahí parece estar esperándome, colgada de una pared, esa pizarrita blanca en la que, de cuando en cuando, queda escrita alguna anotación que alivie a mi memoria de un exceso de carga innecesario.
Y siempre la misma palabra rotulada en su encabezamiento, un título (que casi parece un saludo), en grandes letras estilo century gothic: MEMO.

Hay días en que esta es la primera palabra que me dicen. Tengo la autoestima por las nubes.

Cuando los cosmonautas relatan sus impresiones después de contemplar nuestra vieja casa geoide desde la distancia, suelen coincidir en su profunda admiración y estremecimiento ante una belleza que, aunque previsible, no es por ello menos impactante, a la vez que manifiestan su incomprensión ante los conflictos humanos que la sacuden en su superficie y que amenazan constantemente con provocar todo tipo de catástrofes y desbaratar esta joyita del cosmos… ¡Qué diferente es nuestro orbe cuando se lo ve en la lejanía, desde el espacio, a cuando se pone el pie en el suelo y se lo vive desde la proximidad!

Lo mismo puede pasar con las personas. Es posible conocer a quien mantiene una actitud exteriormente serena, todo un faro de sosiego, pero que oculta un frenesí interior revelado tras el proceso de pelar algunas de las capas de afuera.
Al margen de este tipo de contraste que se pudiera dar en ciertas ocasiones, hay una realidad inapelable que no se tiene en cuenta todo lo que se debiera. Es ésta: la aproximación a otro desconocido ser humano tendría semejante carga emotiva a la que se puede llegar a experimentar como viajeros espaciales al divisar la inmediata presencia de un astro inexplorado. Y no es que esté exagerando. Simplemente es que nos hemos acostumbrado a (de alguna forma) menospreciar a nuestros semejantes o a sobrevalorar los exánimes fragmentos de materia que viajan por el universo. Quizás es que a otras personas, aun antes de empezar a conocerlas, las veamos poco interesantes, previsibles en su interacción o (directamente) prescindibles. Quizás es que hemos experimentado numerosas decepciones en nuestra exploración del hecho humano y ya no estamos por la labor. Quizás es que hemos desarrollado un sentido de criba que se activa con el mero avistamiento de las cortezas… No lo sé. ¿Acaso descubrir las «riquezas» de la Luna nos ha proporcionado satisfacciones sin límite? ¿Esa roca muerta? ¿Qué queríamos descubrir allí? ¿Qué hemos descubierto al fin? Y, pese a ello, ¿diríamos que una empresa para visitar a nuestra inerte vecina ha sido (o sigue siendo) algo vano? Incluso sabemos (o intuimos) que otros planetas y sus satélites de nuestro entorno nos van a ofrecer parecidas perspectivas: rocas yermas y gases letales de los que se va a sacar poco más que algunas fotos para el álbum sideral. Sin embargo, puestos los ojos más en los cielos lejanos y menos en nuestros cercanos compañeros de viaje, perdemos el sueño por llegar siquiera a rozar esos remotos mundos con la punta de los dedos…

Y luego también están las sensaciones de volver a los viejos conocidos, las constantes referencias, como la Tierra. Escenario de amores y odios; conflictos, satisfacciones, sufrimientos, pasiones, desengaños; arte y horror, sueños y superación, ansiedad y humor… pero que, cuando miramos desde la distancia, seguimos identificando como un hogar-dulce-hogar para un corazón errante, encogido por la emoción de una visión tan hermosa.

I
AQUÍ

Te digo Estoy tan a gusto aquí… Pero, ¡maldito adverbio imperfecto!  no es capaz de atesorar la gozosa y refulgente luz de este aquí.

Necesito añadirle un pronombre, contigo. Entonces, todo es perfecto.
Estoy tan a gusto aquí, contigo.

 

II
AHORA

Nos envuelve la noche de las calles de la ciudad. Qué momento este. La ciudad es un gran ser oscuro que nunca duerme, constelado de coloridas piedrecitas preciosas. Unas están quietas en su enorme cuerpo, apenas parpadeando. Otras luces, sin embargo, lo surcan como veloces torrentes de estrellas fugaces de estelas rojizas, como serpentinas rastas de una medusa ardiente. En la bahía, el horizonte oceánico es en realidad un mar de diminutas galaxias dispersas, tan lejanas.

Y toda esa luz y todos esos colores que ahora veo palidecen ante el fulgor de tu mirada de ámbar, el instante por excelencia, que es el alma viviente de todo lo que contemplo.

 

III
AQUÍ y AHORA

Apuramos el paso para no llegar demasiado tarde al lugar en que otros nos esperan. Tratamos de encoger la avenida dando zancadas más largas.
De repente, sin pensarlo, te tomo de la mano con más fuerza y me detengo. Al sentir la deceleración, tú también te detienes, te vuelves hacia mí y me miras con una interrogación en esos dos orbes magníficos, esos dos mundos que son el mío. Te tomo entre mis brazos y te aprieto contra mí. Casi nos fundimos, la avenida y la ciudad entera se disuelven. Mirando a tus dos planetas gemelos, que me miran casi absorbiéndome con su fuerza gravitatoria tan irresistible, te propongo mi gran idea: ¿Y si nos quedamos aquí y ahora para siempre?
Y estoy completamente seguro de que tu respuesta está siendo un , por el eterno presente del beso con que sellas mis labios con los tuyos, aquí y ahora.

El exprimidor deja caer las últimas gotas de zumo y Lorena tira la cáscara de la naranja en el cubo de la basura. Diego se asoma por la ventana, hincha sus pulmones con una bocanada fresca y detiene su vista en los reflejos que las gotas de lluvia de la noche anterior han formado en el suelo de la plaza. Con la palma de su mano, Lorena hace desfilar en el armario tres o cuatro vestidos, sin acabar de decidirse por ninguno de ellos. Un último vistazo a los papeles sobre la mesa de trabajo y Diego mete los informes que necesita en una carpeta. Mientras Lorena se maquilla frente al espejo del cuarto de baño, todavía un poco empañado por la ducha caliente, sigue pensando en que debería cambiar esa bombilla que no deja de parpadear. Diego se calza unos zapatos apropiados para la lluvia, luego se coloca una bufanda al cuello, se pone un abrigo y se echa el bolso bandolera cruzándolo sobre el hombro izquierdo. Lorena coge un pequeño bolso que dejó sobre la mesilla y sale de casa. Cierra la puerta con llave, como tiene por costumbre. Diego llega hasta la puerta de casa buscando las llaves en el bolsillo del pantalón. Cierra la puerta con llave, como tiene por costumbre.

Lorena camina hasta una calle más allá del edificio en que vive, donde dejó aparcado su Peugeot blanco. Diego sale de su portal, mira al cielo gris y comienza a caminar con paso apurado. Lorena arranca el motor, enciende la radio, se ajusta el cinturón de seguridad, pisa el embrague y mete la primera, quita el freno de mano, mira por el retrovisor, pone el intermitente y gira el volante a la izquierda. Todo sin pensarlo. La mañana está fresca y Diego, en su veloz marcha, distraídamente pisa algunos charcos mientras suelta por boca y nariz pequeñas volutas de vaho, casi transparentes. Más de una vez, la cinta del bolso intenta deslizarse del hombro al cuello de Diego, debido al rápido ritmo de zancada que lleva, y otras tantas veces ha tenido que volver a acomodarla en su sitio. Lorena oye una emisora de radio sin escucharla y se alegra de no encontrar demasiados atascos en esta mañana. Diego tiene que cruzar una calle. Al otro lado, el semáforo luce un hombrecito de color rojo y Diego aminora el paso gradualmente hasta que se para al borde de la acera. Posa su vista, por azar, al otro lado de la calle donde, también esperando a cruzar, una señora sujeta a un inquieto cocker y un hombre lee un periódico.

Lorena gira a la derecha y, un poco más adelante, un semáforo está en ámbar. Pisa suavemente el pedal del freno hasta detenerse con el semáforo en rojo. Diego ve que el hombrecito del semáforo es ahora verde. Pone un pie sobre el asfalto, todavía con la lentitud que le imprime la inercia. Gira su cabeza a la izquierda y se fija en un Peugeot blanco. Lorena, que miraba sin ver el coche parado al lado del suyo, vuelve su cabeza hacia delante y ahora sí que ve a un joven de pelo castaño y ojos verdes que la está observando. Diego mira a la conductora del coche blanco, una joven de pelo negro y ojos marrones que le está observando. Lorena va siguiendo al joven con un giro lentísimo de su cuello, sin apartar sus ojos de los suyos. Diego siente que camina casi sin pasos, como si flotara, sin apartar sus ojos de los suyos. Durante eones, la cabeza de Lorena sigue moviéndose con la parsimonia de un astro en el firmamento, en pleno ballet cósmico. Durante eones, Diego no es consciente de que las bandas blancas y las oscuras de la calzada se siguen alternando bajo sus pies, en el cruce. Un perro roza levemente la pierna de Lorena, que, sacada de su ensimismamiento, mira adelante y ve que el hombrecito verde ya empieza a parpadear. El claxon del coche de atrás sobresalta a Diego que, sacado de su ensimismamiento, levanta la cabeza y ve que el semáforo ya está en verde. Mete la marcha, levanta el pie del freno y sigue su camino. Lorena gira la cabeza un poco hacia la derecha y ve alejarse a un Peugeot blanco siguiendo la calle que acaba de cruzar. Diego desvía sus ojos para mirar por el retrovisor izquierdo cómo una mujer, detenida al lado del semáforo, parece dirigir la vista hacia él mientras su vehículo sigue avanzando por la calle.

Artificieros de las fuerzas de seguridad primaverales han procedido a detonar de forma incontrolada todas las cargas en forma de yemas que el temido grupo invierno blanco había diseminado a lo largo de toda estructura arbórea de bosques, plazas, parques, jardines y caminos.
Verdes explosiones por doquier.

serendipityman


"el viaje más largo
comienza
con un simple paso"

en el retrovisor

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